martes, 26 de octubre de 2010

EL INFIERNO

Estábamos enterrando a un amigo cuando un teléfono móvil interrumpió la grave ceremonia. Tras un breve intercambio de miradas reprobatorias, comprendimos que el ruido procedía del cadáver, cuyo féretro había sido abierto para que el finado recibiera su último adiós. La viuda, después de unos segundos de suspensión, se inclinó sobre el muerto y le sacó el teléfono de uno de sus bolsillos de la chaqueta. “Diga”, pronunció dolorosamente. No sabemos qué escuchó al otro lado, pero le vimos palidecer; en seguida gritó: “Fernando falleció ayer y usted es una zorra que ha destruido nuestro hogar” Dicho esto, interrumpió la comunicación y devolvió el artefacto a su lugar.

Al abandonar el cementerio supe por alguien de la familia que había sido deseo del propio Fernando ser enterrado con su móvil, excentricidad perfectamente afín a su carácter. Como es costumbre, me dirigí en compañía de los íntimos a casa de la viuda para darle consuelo. Ella nos ofreció un café que estábamos saboreando mientras hablábamos de cosas intrascendentes, cuando sonó el teléfono. Tras unos instantes de terror, los presentes alcanzamos un acuerdo tácito: nadie había oído nada, ningún sonido de ultratumba se había colado en aquella reunión de amigos. Después de diez o doce llamadas, el aparato enmudeció y la propia viuda se levantó a descolgarlo. “No estoy para pésames”, dijo.

Aquella noche, a la hora en la que los insomnes (persona que no duerme) suelen descabezar un sueño, me levanté, fui al teléfono y marqué el número del móvil de Fernando. Lo cogieron al primer pitido, pero colgué antes de escuchar ninguna voz. Sólo quería comprobar que el infierno existía.


Juan José Millas, 1995

martes, 19 de octubre de 2010

EL ASESINO

Repentinamente se despertó sobresaltado, y se dio cuenta de que no sabía quién era, ni qué estaba haciendo aquí, en una fábrica de municiones. No podía recordar su nombre ni qué había estado haciendo. No podía recordar nada.

La fábrica era enorme, con líneas de ensamblaje, cintas transportadoras y con el sonido de las partes que estaban siendo ensambladas.

Tomó uno de los revólveres acabados de una caja donde estaban siendo,automáticamente, empaquetados. Evidentemente había estado operando en la máquina, pero ahora estaba parada.

Recogía el revólver como algo muy natural. Caminó lentamente hacia el otro lado de la fábrica, a lo largo de las rampas de vigilancia. Allí había otro hombre empaquetando balas.

“¿Quién Soy?” – le dijo pausadamente, indeciso.

El hombre continuó trabajando. No levantó la vista, daba la sensación de que no le había escuchado.

“¿Quién soy? ¿Quién soy?” – gritó, y aunque toda la fábrica retumbó con el eco de sus salvajes gritos, nada cambió. Los hombres continuaron trabajando, sin levantar la vista.

Agito el revólver junto a la cabeza del hombre que empaquetaba balas. Le golpeó, y el empaquetador cayó, y con su cara, golpeó la caja de balas que cayeron sobre el suelo.

El recogió una. Era el calibre correcto. Cargó varias más.

Escucho el click-click de pisadas sobre él, se volvió y vio a otro hombre caminando sobre una rampa de vigilancia. “¿Quién soy?” –le gritó. Realmente no esperaba obtener respuesta.

Pero el hombre miró hacia abajo, y comenzó a correr.

Apuntó el revólver hacia arriba y disparó dos veces. El hombre se detuvo, y cayó de rodillas, pero antes de caer, pulsó un botón rojo en la pared.

Una sirena comenzó a aullar, ruidosa y claramente.

“¡Asesino! ¡asesino! ¡asesino!” – bramaron los altavoces.

Los trabajadores no levantaron la vista. Continuaron trabajando.

Corrió, intentando alejarse de la sirena, del altavoz. Vio una puerta, y corrió hacia ella.

La abrió, y cuatro hombres uniformados aparecieron. Le dispararon con extrañas armas de energía. Los rayos pasaron a su lado.

Disparó tres veces más, y uno de los hombres uniformados cayó, su arma resonó al caer al suelo.

Corrió en otra dirección, pero más uniformados llegaban desde la otra puerta. Miró furiosamente alrededor. ¡Estaban llegando de todos lados! ¡Tenía que escapar!

Trepó, más y más alto, hacia la parte superior. Pero había más de ellos allí. Le tenían atrapado. Disparó hasta vaciar el cargador del revólver.

Se acercaron hacia él, algunos desde arriba, otros desde abajo. ” ¡Por favor! ¡No disparen! ¡No se dan cuenta que solo quiero saber quien soy!”

Dispararon, y los rayos de energía le abatieron. Todo se volvió oscuro…

Les observaron como cerraban la puerta tras él, y entonces el camión se alejó.

“Uno de ellos se convierte en asesino de vez en cuando”, dijo el guarda.

“No lo entiendo,” dijo el segundo, rascándose la cabeza. “Mira ese. ¿Qué era lo que decía? Sólo quiero saber quién soy. Eso era.”

“Parecía casi humano. Estoy comenzando a pensar que están haciendo esos robots demasiado bien”.

Observaron al camión de reparación de robots desaparecer por la curva.

Stephen King, 2006

martes, 12 de octubre de 2010

LA NOCHE DE LOS FEOS

1
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas. Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura. Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o confitería. De pronto aceptó.

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno -o una- de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje -eso también me gustó- para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

-¿Qué está pensando?- pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

-Un lugar común- dijo. -Tal para cual.

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

-Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?

-Sí- dijo, todavía mirándome.

-Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.

-Sí.

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

-Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.

-¿Algo cómo qué?

-Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad.

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

-Prométame no tomarme como un chiflado.

-Prometo.

-La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?

-No.

-¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

-Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

-Vamos-, dijo.

2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron. En ese instante comprendí que debía arrancarme -y arrancarla- de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos -al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos- pasaron muchas veces por sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa lisa sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.


Mario Benedetti, 1968

martes, 5 de octubre de 2010

El CAMALEÓN

El inspector de policía Ochumélov, con su capote nuevo y un hatillo en la mano, cruza la plaza del mercado. Tras él camina un municipal pelirrojo con un cedazo lleno de grosellas decomisadas. En torno reina el silencio... En la plaza no hay ni un alma... Las puertas abiertas de las tiendas y tabernas miran el mundo melancólicamente, como fauces hambrientas; en sus inmediaciones no hay ni siquiera mendigos.

-¿A quién muerdes, maldito? -oye de pronto Ochumélov-. ¡No lo dejen salir, muchachos! ¡Ahora no está permitido morder! ¡Sujétalo! ¡Ah... ah!

Se oye el chillido de un perro. Ochumélov vuelve la vista y ve que del almacén de leña de Pichuguin, saltando sobre tres patas y mirando a un lado y a otro, sale corriendo un perro. Lo persigue un hombre con camisa de percal almidonada y el chaleco desabrochado. Corre tras el perro con todo el cuerpo inclinado hacia delante, cae y agarra al animal por las patas traseras. Se oye un nuevo chillido y otro grito: «¡No lo dejes escapar!» Caras soñolientas aparecen en las puertas de las tiendas y pronto, junto al almacén de leña, como si hubiera brotado del suelo, se apiña la gente.

-¡Se ha producido un desorden, señoría!... -dice el municipal.

Ochumélov da media vuelta a la izquierda y se dirige hacia el grupo. En la misma puerta del almacén de leña ve al hombre antes descrito, con el chaleco desabrochado, quien ya de pie levanta la mano derecha y muestra un dedo ensangrentado. En su cara de alcohólico parece leerse: «¡Te voy a despellejar, granuja!»; el mismo dedo es como una bandera de victoria. Ochumélov reconoce en él al orfebre Jriukin. En el centro del grupo, extendidas las patas delanteras y temblando, está sentado en el suelo el culpable del escándalo, un blanco cachorro de galgo de afilado hocico y una mancha amarilla en el lomo. Sus ojos lacrimosos tienen una expresión de angustia y pavor.

-¿Qué ha ocurrido? -pregunta Ochumélov, abriéndose paso entre la gente-. ¿Qué es esto? ¿Qué haces tú ahí con el dedo?... ¿Quién ha gritado?

-Yo no me he metido con nadie, señoría... -empieza Jriukin, y carraspea, tapándose la boca con la mano-. Venía a hablar con Mitri Mítrich, y este maldito perro, sin más ni más, me ha mordido el dedo... Perdóneme, yo soy un hombre que se gana la vida con su trabajo... Es una labor muy delicada. Que me paguen, porque puede que esté una semana sin poder mover el dedo... En ninguna ley está escrito, señoría, que haya que sufrir por culpa de los animales... Si todos empiezan a morder, sería mejor morirse... -¡Hum!... Está bien... -dice Ochumélov, carraspeando y arqueando las cejas-. Está bien... ¿De quién es el perro? Esto no quedará así. ¡Les voy a enseñar a dejar los perros sueltos! Ya es hora de tratar con esos señores que no desean cumplir las ordenanzas. Cuando le hagan pagar una multa, sabrá ese miserable lo que significa dejar en la calle perros y otros animales. ¡Se va a acordar de mí!... Eldirin -prosigue el inspector, volviéndose hacia el guardia-, infórmate de quién es el perro y levanta el oportuno atestado. Y al perro hay que matarlo. ¡Sin perder un instante! Seguramente está rabioso... ¿Quién es su amo?

-Es del general Zhigálov -dice alguien.

-¿Del general Zhigálov? ¡Hum!... Eldirin, ayúdame a quitarme el capote... ¡Hace un calor terrible! Seguramente anuncia lluvia... Aunque hay una cosa que no comprendo: ¿cómo ha podido morderte? -sigue Ochumélov, dirigiéndose a Jriukin-. ¿Es que te llega hasta el dedo? El perro es pequeño, y tú, ¡tan grande! Has debido de clavarte un clavo y luego se te ha ocurrido la idea de decir esa mentira. Porque tú... ¡ya nos conocemos! ¡Los conozco a todos, diablos!

-Lo que ha hecho, señoría, ha sido acercarle el cigarro al morro para reírse, y el perro, que no es tonto, le ha dado un mordisco... Siempre está haciendo cosas por el estilo, señoría.

-¡Mientes, tuerto! ¿Para qué mientes, si no has visto nada? Su señoría es un señor inteligente y comprende quién miente y quién dice la verdad... Y, si miento, eso lo dirá el juez de paz. Él tiene la ley... Ahora todos somos iguales... Un hermano mío es gendarme... por si quieres saberlo...

-¡Basta de comentarios!

-No, no es del general -observa pensativo el municipal-. El general no tiene perros como éste. Son más bien perros de muestra...

-¿Estás seguro?

-Sí, señoría...

-Yo mismo lo sé. Los perros del general son caros, de raza, mientras que éste ¡el diablo sabe lo que es! No tiene ni pelo ni planta... es un asco. ¿Cómo va a tener un perro así? ¿Dónde tienen la cabeza? Si este perro apareciese en Petersburgo o en Moscú, ¿saben lo que pasaría? No se pararían en barras, sino que, al momento, ¡zas! Tú, Jriukin, has salido perjudicado; no dejes el asunto... ¡Ya es hora de darles una lección!

-Aunque podría ser del general... -piensa el guardia en voz alta-. No lo lleva escrito en el morro... El otro día vi en su patio un perro como éste.

-¡Es del general, seguro! -dice una voz.

-¡Hum!... Ayúdame a ponerme el capote, Eldirin... Parece que ha refrescado... Siento escalofríos... Llévaselo al general y pregunta allí. Di que lo he encontrado y que se lo mando... Y di que no lo dejen salir a la calle... Puede ser un perro de precio, y si cualquier cerdo le acerca el cigarro al morro, no tardarán en echarlo a perder. El perro es un animal delicado... Y tú, imbécil, baja la mano. ¡Ya está bien de mostrarnos tu estúpido dedo! ¡Tú mismo tienes la culpa!...

-Por ahí va el cocinero del general; le preguntaremos... ¡Eh, Prójor! ¡Acércate, amigo! Mira este perro... ¿Es de ustedes?

-¡Qué ocurrencias! ¡Jamás ha habido perros como éste en nuestra casa!

-¡Basta de preguntas! -dice Ochumélov-. Es un perro vagabundo. No hay razón para perder el tiempo en conversaciones... Si yo he dicho que es un perro vagabundo, es un perro vagabundo... Hay que matarlo y se acabó.

-No es nuestro -sigue Prójor-. Es del hermano del general, que vino hace unos días. A mi amo no le gustan los galgos. A su hermano...

-¿Es que ha venido su hermano? ¿Vladímir Ivánich? -pregunta Ochumélov, y todo su rostro se ilumina con una sonrisa de ternura-. ¡Vaya por Dios! No me había enterado. ¿Ha venido de visita?

-Sí...

-Vaya... Echaba de menos a su hermano... Y yo sin saberlo. ¿Así que el perro es suyo? Lo celebro mucho... Llévatelo... El perro no está mal... Es muy vivo... ¡Le ha mordido el dedo a éste! Ja, ja, ja... Ea, ¿por qué tiemblas? Rrrr... Rrrr... Se ha enfadado, el muy pillo... Vaya con el perrito...

Prójor llama al animal y se aleja con él del almacén de leña... La gente se ríe de Jriukin.

-¡Ya nos veremos las caras! -le amenaza Ochumélov, y, envolviéndose en el capote, sigue su camino por la plaza del mercado.

Anton Chejov