martes, 28 de septiembre de 2010

ALAS

Yo ejercía entonces la medicina en Humanhuaca.

Una tarde me trajeron un niño descalabrado; se había caído por el precipicio de un cerro. Cuando para revisarlo le quité el poncho vi dos alas. Las examiné: estaban sanas. Apenas el niño pudo hablar le pregunté:

-¿Por qué no volaste, m´hijo, al sentirte caer?

-¿Volar?- me dijo- ¿Volar, para que la gente se ría de mí?

Enrique Anderson-Imbert, 1976

martes, 21 de septiembre de 2010

CUENTO DE HORROR

La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.

Juan José Arreola

martes, 14 de septiembre de 2010

LA OLLA EMBARAZADA

Un señor le pidió una tarde a su vecino una olla prestada. El dueño de la olla no era demasiado solidario, pero se sintió obligado a prestarla. A los cuatro días, la olla no había sido devuelta, así que, con la excusa de necesitarla fue a pedirle a su vecino que se la devolviera.

—Casualmente, iba para su casa a devolverla... ¡el parto fue tan difícil!

— ¿Qué parto?

— El de la olla.

— ¿Qué?

— Ah, ¿usted no sabía? La olla estaba embarazada.

— ¿Embarazada?

— Sí, y esa misma noche tuvo familia, así que debió hacer reposo pero ya está recuperada.

— ¿Reposo?

— Sí. Un segundo por favor –y entrando en su casa trajo la olla, un jarrito y una sartén.

— Esto no es mío, sólo la olla.

— No, es suyo, esta es la cría de la olla. Si la olla es suya, la cría también es suya.

“El vecino está realmente loco”, pensó, “pero mejor que le siga la corriente”.

— Bueno, gracias.

— De nada, adiós.

— Adiós, adiós.

Y el hombre marchó a su casa con el jarrito, la sartén y la olla. Esa tarde, el vecino otra vez fue a tocar su timbre.

—Vecino, ¿no me prestaría un destornillador y una pinza? ...Ahora se sentía más obligado que antes.

—Sí, claro.

Fue hasta adentro y volvió con la pinza y el destornillador. Pasó casi una semana y cuando ya planeaba ir a recuperar sus cosas, el vecino tocó a su puerta.

— Ay, vecino ¿usted sabía?

— ¿Sabía qué cosa?

— Que su destornillador y su pinza son pareja.

— ¡No! – dijo el otro con ojos desorbitados— no sabía.

—Mire, fue un descuido mío, por un ratito los dejé solos, y ya la embarazó.

— ¿A la pinza?

— ¡A la pinza!... Le traje la cría –y abriendo una canastita entregó algunos tornillos, tuercas y clavos que dijo había parido la pinza.

“Totalmente loco”, pensó. Pero los clavos y los tornillos siempre venían bien. Pasaron dos días. El vecino pedigüeño apareció de nuevo.

— He notado –le dijo— el otro día, cuando le traje la pinza, que usted tiene sobre su mesa una hermosa ánfora de oro. ¿No sería tan gentil de prestármela por una noche? Al dueño del ánfora le tintinearon los ojitos.

— Cómo no – dijo, en generosa actitud, y entró a su casa volviendo con el ánfora.

—Gracias, vecino.

—Adiós.

—Adiós.

Pasó esa noche y la siguiente y el dueño del ánfora no se animaba a tocarle al vecino para pedírsela. Sin embargo, a la semana, su ansiedad no aguantó y fue a reclamarle el ánfora a su vecino.

— ¿El ánfora? – dijo el vecino – Ah, ¿no se enteró?

— ¿De qué?

— Murió en el parto.

— ¿Cómo que murió en el parto?

— Sí, el ánfora estaba embarazada y durante el parto, murió.

— Dígame ¿usted se cree que soy estúpido? ¿Cómo va a estar embarazada un ánfora de oro?

— Mire, vecino, si usted aceptó el embarazo y el parto de la olla, el casamiento y la cría del destornillador y la pinza, ¿por qué no habría de aceptar el embarazo y la muerte del ánfora?

Jorge Bucay, 1998

martes, 7 de septiembre de 2010

LA CILINDRA

Ella no tenía dueño. Tal vez no lo tuvo nunca. La encontraron los soldados allá por Huetamo, en un pueblillo caliente y gris, y desde entonces se “dio de alta” y se vino a correr mundo con la bola.

Se hizo amiga de todos: de los soldados, de las soldaderas y hasta del cabecilla. Todos le tenían cariño.

Por flaca, por encanijada, la llamaron La Cilindra. Siempre fiel, siempre alerta, como buena revolucionaria; en su hoja de servicios tenía anotada más de una acción de armas en la que tomó parte tan activa como los hombres, como las mujeres. Nunca conoció el miedo y ante el enemigo se ponía furiosa, tan furiosa que hubiera sido difícil vencerla a ella sola. Después de los combates se le oía aullar por las noches en el campo abandonado. Cuando un soldado enfermaba era la Cilindra su mejor compañera, y nunca se le pudo acusar de traición.

Una vez el cabecilla, aquel hombre de bronce, recio, altanero, bueno, estuvo a punto de saldar sus cuentas con la vida. Los mosquitos de tierra caliente son malos. Cogió una fiebre palúdica que lo tumbo por mucho tiempo. Y allá estuvo la Cilindra con él, sin comer, sin beber, perdidos en una de las cuevas del cerro... Y fue la pobre Cilindra quien una noche en que el cabecilla agonizaba, llegó hasta el plan y buscó a los soldados, y los llevó al lugar en donde el jefe se estaba muriendo. Ellos le trajeron médico y agua. En poco tiempo estuvo sano. Sólo entonces lo abandonó la Cilindra.

Al pasar por Churumuco tuvo amores con el Capulín, un perrazo negro. Al poco tiempo tuvo también familia: dos cachorros pequeñitos y pardos que por desgracia nacieron en el cuarto de Juan Lanas.

La mujer de Juan, doña Juana la Marota, era larga, fea, mala. Una noche cogió a los cachorritos y se fue rumbo al río. Cilindra corrió tras ella. Llegaron al puente. El río, abajo, era una fuga de aguas turbias. Y los arrojó al fondo, con el mismo desprecio que arrojara un saco de basura. Por fortuna, allí estaba Juan Lanas. Se echó la Cilindra al río y tras ella se tiró también Juan. El agua los arrastró lejos, pero luego salieron los cuatro a la orilla.

Volvieron al cuarto y no fue paliza la que Juan le puso a su Marota. Desde entonces la Cilindra tenía una estimación particular por aquel Juan Lanas, que era borracho y bueno.

Pero era también traidor. Su misma mujer vino a contarlo. Y lo encontraron en la madrugada, atravesando el llano, con el fusil al hombro y las cananas terciadas, caminando rumbo al campo enemigo.

-Que lo truenen- dijo el cabecilla.

Y le formaron su cuadro. Todos callados, frente a él preparan sus armas. El comandante ordenó:

-¡ Apuuuuunten !

Y todos levantaron sus carabinas. Iba a pronunciar la palabra “fuego”, cuando a los pies de Juan Lanas se oyó un aullido lastimero, sobrehumano, largo, que hizo a los soldados estremecerse y bajar sus armas: a los pies del traidor estaba la Cilindra, con sus ojos amarillos y largos, de mirada húmeda. Arrastrándola lograron retirarla. Volvió el comandante a dar órdenes, y cuando estaban ya las armas levantadas, listas para lanzar su escupitajo de acero, volvió a escucharse a los pies de Juan Lanas el aullido largo, que ponía los pelos de punta. A pesar de que el comandante dio la voz de “¡fuego!”, no se disparó un solo cartucho. Nadie se hubiera atrevido a herirla: era la amiga, la única amiga leal de toda la tropa.

Y se repitió la escena dos, tres, cuatro veces. Por la fuerza quisieron alejarla: imposible. Si parecía estar rabiosa. No fueron pocos los mordiscos que propinó esa mañana a los soldados. Se había convertido en la enemiga de todos y, sin embargo, nadie se hubiera atrevido a hacerle daño.

-Tate quieta Cilindra- le decía Juan Lanas con voz ronca, amarga. Vete. ¿No ves que estos demonios acabarán por matarte? Déjame solito un rato. Pero ella seguía echada a sus pies, con los ojos húmedos y largos.

Ya por la tarde llegó el cabecilla. Él mismo fue hasta el barranco donde estaban fusilando a Juana Lanas. Al verlo llegar la Cilindra, mostrándole sus diente, le lanzó una mirada húmeda, de rabia y de ternura, de venganza, de súplica y de reto. Nuca supo el cabecilla por qué aquella mirada se le clavó tan hondo... Los ojos amarillos eran más que humanos. Estaba en ellos toda la angustia de la gleba que pedía justicia, que lloraba, que sufría en silencio a veces y amenazaba con destruirlo todo.

-Que traigan a la Marota- dijo.

Cuando llegó la Marota, la mujer que traicionó a Juan Lanas, con voz ahogada dijo el cabecilla:

-¡mira Marota, así defienden las perras a sus hombres!

Por eso cuando una bala dejó a la Cilindra tiesa en el campo de batalla, todos lloraron, todos se sintieron solos. Ellos mismos la enterraron en el cementerio nuevo, en una fosa que cavó Juan Lanas. Y hubo toques de clarín, y tambores velados, y todos los honores militares que se hacen al más querido de los jefes caídos en el campo de batalla, bajo la lluvia absurda de las balas.

Carmen Báez, 1946